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viernes, 26 julio, 2024

    Vestida de indigencia…

    El amor místico, el que une nuestra alma a Dios, nos revela quienes somos realmente.

    En la oración, el alma anda vestida de indigencia, todo lo que desea y anhela lo recibe de Dios. Solo Dios puede colmar las necesidades más profundas del ser humano.
Foto: Google

    En la oración, el alma anda vestida de indigencia, todo lo que desea y anhela lo recibe de Dios. Solo Dios puede colmar las necesidades más profundas del ser humano.
    Foto: Google

    En la vida espiritual, la transformación equivale a configurar la propia vida con la vida de Cristo. Lo propio de la vida de Jesús, fue la forma como configuró su vida con Dios. Dios es el Padre que ama, Jesús el hijo amado del Padre y el Espíritu Santo es el beso que el Padre le da al Hijo, como expresión de su amor. El Hijo toma consciencia de su condición cuando recibe el beso del Padre, si llegara a rechazar el beso, también rechazaría al Padre y a su amor. La mística es la experiencia del amor de Dios y lo que ese amor es capaz de hacer en nosotros cuando lo acogemos. Escribe san Juan De la Cruz: “el alma se ha vestido con la ropa de la indigencia, de la sequedad y del desvalimiento, entonces, después de que sus precedentes iluminaciones la han dejado envuelta en la oscuridad, posee aquella sublime y necesaria virtud del conocimiento de sí”. El amor místico, el que une nuestra alma a Dios, nos revela quienes somos realmente.

    El sentido más profundo de la relación de nuestra alma con Dios consiste, en experimentar, cómo Dios infunde su vida en nuestra alma. De nada serviría recorrer el camino de la vida espiritual, si nuestra vida permaneciera siendo la misma. Dios nos da su vida y, por esa razón, nuestras heridas son curadas y nuestras falsas percepciones, corregidas. Cuando entramos en el ámbito de Dios, somos abarcados. La vida de oración nos da sosiego porque nos permite reconocer que el amor de Dios es suficiente para nuestras deficiencias afectivas y para el vacío que siente nuestro corazón, cuando nos alejamos de nosotros mismos. El sosiego que Dios nos regala, cuando estamos en su presencia, calma nuestros anhelos de amor y nuestras necesidades afectivas de sentirnos acogidos incondicionalmente. La oración ayuda a nuestro corazón a crecer en el amor a Dios, que nos ama como somos y no exige de nosotros nada a cambio. San Francisco de Sales enseña que, en la oración, los reproches, los juicios que hacemos de nosotros mismos y la desconfianza hacia lo que somos, desaparecen porque todo es absorbido por la presencia de Dios, solo quedamos, Él y nosotros. En la oración, dice Francisco de Sales, Dios entra en nuestro corazón, nos llena de su amor, nos abrimos al prójimo y nos encontramos con él, en el amor”.

    Después de vivir una experiencia profundamente dolorosa, como lo fue la muerte de su esposo, Madame Guyon se dedicó por completo a la oración. Poco a poco, se fue convirtiendo en una maestra en el tema. Su principal enseñanza es la siguiente: “a través de la oración, el alma alcanza un amor puro hacia Dios. Ese amor no está fundamentado en la esperanza, en la recompensa y, menos aún, en la felicidad. El alma aprende a amar a Dios en sí mismo”. Esta mujer, sin darse cuenta y pese al recelo de la Iglesia universal, inició el movimiento místico francés del siglo XVII. Esta mujer nos enseña que la oración consiste en aprender a no hacer nada delante de Dios. En la oración, el alma prescinde de sus afanes, deja de girar en torno a sí misma, se olvida de todo lo que no pertenece a Dios y descansa en Él como si fuera el pecho del Amado. En la oración, el alma anda vestida de indigencia, todo lo que desea y anhela lo recibe de Dios. Solo Dios puede colmar las necesidades más profundas del ser humano.

    Un monje zen vivía con su hermano tuerto e idiota. Un día que tenía que conversar con un famoso teólogo, venido de lejos para verle, se vio obligado a ausentarse. Le dijo entonces a su hermano: ¡Recibe y trata bien a este erudito! ¡Sobre todo no le digas una sola palabra y todo irá bien! El monje abandonó entonces el monasterio. A su regreso, fue a ver rápidamente a su visitante: ¿Te ha recibido bien mi hermano? le preguntó. Lleno de entusiasmo el teólogo exclamó: Tu hermano es una persona muy notable. Es un gran teólogo. El monje, sorprendido, farfulló: ¿Cómo?… ¿mi hermano, un … teólogo? Hemos tenido una conversación apasionante, prosiguió el erudito, expresándonos sólo mediante gestos. Yo le he ensañado un dedo, él ha replicado mostrándome dos. Entonces yo le he respondido, como es lógico, mostrándole tres dedos, y él me ha dejado asombrado mostrándome un puño cerrado que ponía fin al debate… Con un dedo, yo le he indicado la unidad de Buda. Con dos dedos, él ha ampliado mi punto de vista recordándome que Buda era inseparable de su doctrina. Encantado por la réplica, con tres dedos, yo le he dado a entender: vida y su doctrina en el mundo. Entonces él me ha dado esta réplica sublime mostrándome su puño: Buda, su doctrina, el mundo, forman un todo. A esto se llama rizar el rizo. Algún tiempo más tarde, el monje fue a ver a su hermano tuerto: ¡Cuéntame lo que pasó con el teólogo! Es muy sencillo –dijo el hermano-. Él me provocó mostrándome un dedo para hacerme observar que yo no tenía más que un ojo. Al no querer ceder a la provocación, yo le repliqué que él tenía la suerte de tener dos. Se obstinó, sarcástico: de todos modos, sumando los de los dos, hacen tres ojos. Fue la gota que colmó el vaso. Mostrándole mi puño cerrado, le amenacé con dejarle tieso en el acto si no ponía fin a sus malintencionadas insinuaciones.”

    Uno de los místicos protestantes, Gerhard Tersteegen, escribe: “ante la Presencia divina, cierra despacio los ojos; lo que no es Dios, que te resbale; guarda silencio para el Señor y, callado, déjale hacer lo que desee”. Quien presume ante Dios, lo enseña la Tradición, queda humillado. Ningún orgullo es suficiente para estar presente ante Dios. El orgulloso que presume ante Dios, cuando ve que Dios guarda silencio, siente en su corazón que no ha presumido lo suficiente y se esfuerza en presumir un poco más; al final, cuando ve que Dios ha guardado silencio todo el tiempo, se va abatido para su casa, pensando que quizás no ha hecho lo suficiente para obtener, al menos, una palabra de parte de Dios. En cambio, el que entra indigente ante la Presencia de Dios, guarda silencio y, cuando ve, que Dios hace lo mismo, se va para su casa contento, porque siente que en la Presencia de Dios se liberó de todos los juicios y reproches que su alma ha recibido de sí mismo y de los demás. El primero, se dice en su corazón: “quizás algún día, cuando haga lo suficiente para que Dios me mire, regresaré”. El segundo, regresa al día siguiente. En su corazón se dice: “nunca he encontrado tanto consuelo y comprensión como en la Presencia de Dios”. El presuntuoso ignora que Dios guarda silencio, no porque le resultan insuficientes nuestros méritos, sino porque Él, sólo nos habla mirándonos con amor. En el corazón, no en nuestros méritos, acontece la verdadera y auténtica relación con Dios.

    “Todo se mueve y se renueva. Se mueve el sol, la luna y la tierra, el átomo y la estrella. Se mueve el aire, el agua, la llama, la hoja. Se mueve la sangre, el corazón, el cuerpo, el alma. Todo se mueve, nada se repite. Todo es calma y danza, quietud en movimiento. Lo que no se mueve se muere, pero incluso en lo que muere todo se mueve. Se mueve el Espíritu de Dios, energía del amor, verdor de la Vida. Se mueve Dios, el Misterio que todo lo mueve y lo impulsa al amor y la belleza. Déjate llevar (José Arregui).

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