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viernes, 26 julio, 2024

    Permanece…

    Jesús nos revela que la misericordia es el núcleo divino de la existencia humana. Jesús es el Dios que nos visita para mostrarnos su rostro misericordioso. La misericordia transforma las realidades humanas que el pecado desfiguró.

    Carl Gustav Jung señala, en alguno de sus escritos, que el conflicto moral es el fundamento de la enfermedad. De ahí, que Jesús, constantemente, ofrezca el perdón a quienes se acercan a Él, buscando remedio para su enfermedad.

    Para Lucas, Jesús es el médico que cura, a través de la misericordia y el perdón, al que sufre, al que está en peligro de muerte, al que está bajo el dominio de fuerzas psíquicas que le impiden ser él mismo, etc. Jesús nos recuerda que el núcleo de nuestra divinidad se encuentra cuando somos “compasivos como el Padre que está en los cielos”.

    Parece ser, según los evangelios, que tocamos nuestro centro más profundo, el núcleo de nuestra existencia, cuando nos reconciliamos con el Padre interno que habita en cada uno de nosotros. Ese Padre interno nos ha sido dado naturalmente y se activa, deforma o, confunde en el contacto y las experiencias que tenemos con el padre biológico.

    Muchos sufren por la fuerza y brutalidad que ven en su padre biológico; otros, por el contrario, sufren con la debilidad, que muestra su padre biológico. La fuerza para ir a la vida, para realizarnos viene del Padre. A veces, esa fuerza se puede tomar del Padre biológico, está encarnada en él. Otras veces, el Padre biológico se ha quedado atrapado en su desvalorización y no logra dar fuerza, aunque lo desee. Esta experiencia, nos obliga a conectar con nuestro centro más profundo y, descubrir en nuestro interior, al Padre que nos da la fuerza para ser nosotros mismos. Lo que deseo ser y la fuerza para lograrlo están dentro de nosotros, no vienen de fuera.

    La Resurrección de Jesús, como la narra Lucas, es la experiencia más profunda de contacto con nosotros mismos, con nuestro centro más profundo. El Jesús resucitado de Lucas nos muestra como resplandece en él la Gloria del Padre. Lo anterior, es descrito en griego con la palabra autós, que significa santuario interior, el santuario sagrado de nuestra alma, allí donde sólo Dios y nosotros tenemos acceso. La resurrección es la experiencia de conocernos a nosotros mismos. Lo anterior, implica avanzar, como se diría hoy, en el despertar de la consciencia. Conocer a Dios, está íntimamente unido al conocimiento de nosotros mismos, cada paso hacia adelante en dicho proceso, significa experimentar la vida de manera diferente y, conocer el gozo que resulta de esa experiencia, del contacto con nuestro más profundo centro.

    El Evangelio de san Juan nos dice que la gloria de Dios se hace presente en la fragilidad y vulnerabilidad del hombre Jesús.  En su momento, Jung consideró que Buda era más grande que Cristo. La razón que Jung da, es la siguiente: Buda fue consciente de su proceso de iluminación. En cambio, Cristo, según Jung, enfrentó un destino que le fue impuesto. Para el momento que Jung escribe, aún no se conoce el método histórico- crítico para interpretar la Sagrada Escritura. Así que, hasta ese momento, se consideraba la Sagrada Escritura solo en una dimensión, la revelada. Se ignoraba que había sido escrita por seres humanos condicionados por las circunstancias del momento histórico en el que vivían. Dice la Comisión Pontificia Biblica: “El método histórico crítico es el método indispensable para el estudio científico del sentido de los textos antiguos. Puesto que la Sagrada Escritura, en cuanto Palabra de Dios en lenguaje humano, ha sido compuesta por autores humanos en todas sus partes y todas sus fuentes, su justa comprensión no solamente admite como legitima, sino que requiere la utilización de este método”. Este método nos ha revelado, que el proceso de Jesús es el resultado, no solo de su condición divina, sino también, de su despertar de consciencia. De esta manera, podemos afirmar que, Cristo y Buda han abordado conscientemente su proceso de iluminación.

    El proceso de entrar en contacto con nuestro más profundo centro es, ante todo, un acto de consciencia individual. Este proceso, no asegura vida larga ni vida corta. Cada uno vive el tiempo necesario, ni más ni menos. La historia de Buda, vivió muchos años, y la de Cristo, vivió pocos años, nos lo revelan. La grandeza de Cristo y Buda consiste, en ser capaces, de entrar en contacto con el núcleo divino de su ser y vivir desde lo que dicho contacto les aportaba. La sabiduría de ambos, proviene del más profundo centro. En otras palabras, de haber logrado tomar la fuerza del Padre que habitaba en ellos, para utilizar una imagen del Evangelio. Cuando Jesús es interrogado sobre el origen de la fuerza con la que actúa dice: “el Padre que está en los cielos”; ósea, dentro de mí, “me lo ha revelado”. En muchos textos de espiritualidad se llama al más profundo centro, la sabiduría interior. Tanto el Buda interior como el Cristo interior, son dos imágenes del más profundo centro y de la fuerza que se produce cuando entramos en contacto con él.

    Para san Juan el fruto del ser y del actuar, como lo señala Anselm Grun, es el resultado de la consciencia de ser uno con Dios. El Evangelio de san Juan, utiliza la expresión PERMANECER, como aquella que mejor expresa, la transformación de la vulnerabilidad y la fragilidad en la fuerza del amor divino. Constantemente, el Jesús que muestra san Juan nos dice: Permanezcan en mi amor, Permanezcan en mi Palabra, Permanezcan en Mí, sí lo hacen, darán fruto abundante y, al final de la existencia, conocerán la vida Eterna, la que el Padre tiene reservada para los que han sido capaces de Permanecer. Las palabras GUARDAR, CONSERVAR Y FIDELIDAD son sinónimos, dentro del contexto propio del evangelio, de PERMANECER. Para san Juan, la vida llena de Dios, impregnada de la fuerza que brota del más profundo centro, es la que nos lleva a actuar como Dios actúa. Dice San Pablo: “a nosotros se nos ha revelado el Espíritu de Dios que nos hace comprender los dones que Dios nos ha dado”.

    “Ilumina nuestras sombras para llevar tu luz. Ilumina nuestras sonrisas para abrazar tus resurrecciones. Ilumina nuestras impotencias para fortalecernos en tu amor. Ilumina nuestro andar, hoy quedándonos en nuestros hogares, para crecer en la entrega. Ilumina nuestras palabras para no tener miedo a tus silencios. Ilumina nuestras lágrimas para seguir sembrando. Ilumina nuestros errores para aprender de vos.  Ilumina nuestra oración para no ser sordos a tu llamada. Ilumina nuestro latir para no perder el ritmo del Reino. Ilumina nuestras necesidades para animarnos a vivir más allá de ellas. Ilumina nuestro amor para que sea incondicional y hasta el extremo como el tuyo. Ilumina nuestro soñar para despertar contigo. Ilumina nuestra música para cantar con los demás. Ilumina nuestras heridas para regarlas desde tu manantial. Ilumina nuestros carismas y nuestras espiritualidades, para que sean plenitud de vida. Ilumina nuestras distancias para construir nuevas cercanías. Ilumina nuestra Eucaristía, hoy espiritual, para hacerla en memoria tuya. Ilumina nuestra paz, que es la Tuya (Marcos Alemán).

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