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sábado, 7 septiembre, 2024

    Vengan y verán…

    Somos, ante todo, receptáculo del amor divino.

    El Maestro Eckhart nos dice: “El propósito principal de Dios es dar vida, y no está satisfecho hasta que engendre a su Hijo en nosotros. Y tampoco el alma está nunca satisfecha hasta que el Hijo nazca en ella”. Hablar del Cristo que nace dentro de nosotros es un tema complejo.  El maestro Eckhart fue acusado de herejía en 1325 y absuelto en 1992 por sus enseñanzas sobre la unión de Dios y el alma. Escribe Martín Heidegger: “Podemos dar comienzo a la narración de su existencia teniendo presente que Eckhart fue juzgado por la lectura que hacía de la vida y por la intención que puso en comunicar su verdadero sentido a doctos e ignorantes”. Aceptar que Dios habita en nosotros y se hace presente en el mundo, es algo que no todo el mundo comprende. Para muchos, resulta inaceptable la afirmación: “Dios nace en nosotros, cuando despertamos a la consciencia, que nos revela quienes somos realmente”. Jesús, nos revela que todos, estamos destinados a la unión con Dios. El horizonte de nuestra existencia es, en términos de la psicología del alma, la fusión de nuestra alma en Dios. Del mismo modo, que la luna y las estrellas lo hacen con la noche.

    Dice Julio Glockner, hablando de la postura de Jung frente a la experiencia religiosa: “El hecho de que las afirmaciones religiosas estén a menudo en contradicción con fenómenos físicamente comprobables prueba la independencia del espíritu respecto de la percepción física; y manifiesta que la experiencia anímica posee una cierta autonomía frente a las realidades físicas. El alma es un factor autónomo; las afirmaciones religiosas son conocimientos anímicos, que, en último término, tienen como base procesos inconscientes, es decir, trascendentales. Estos procesos son inaccesibles a la percepción física, pero demuestran su presencia mediante las correspondientes confesiones del alma. La conciencia humana transmite estas afirmaciones y las reduce a formas concretas; éstas, por su parte, pueden estar expuestas a múltiples influencias de naturaleza externa e interna. Ello hace que, cuando hablamos de contenidos religiosos, nos movamos en un mundo de imágenes, las cuales señalan hacia algo que es inefable”. Para la mística, de Dios se sabe, no cuando hablamos, sino cuando callamos, cuando guardamos silencio y nos ponemos de rodillas.

    La presencia concreta de Dios en la vida, la reconocen los que tienen mirada penetrante, los que se han ejercitado en el desierto. San Juan Bautista aprendió en el desierto que a Cristo se le reconoce en medio de nosotros, en cada uno de nosotros, “abriendo la mirada interior”. A Cristo, se le reconoce por su manera de hablar, de moverse, de entrar en contacto, de escuchar y, sobretodo, de perdonar y sanar el corazón destrozado y herido del otro. En la Eucaristía, antes de comulgar, el sacerdote parte el pan y lo presenta diciendo: “este es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. A continuación, todos somos invitados a comulgar, a permitir que la vida de Cristo sea el alimento de nuestra vida; en otras palabras, a unir nuestra vida a la de Cristo, a ser uno con Él. Cristo crece en nosotros, en la medida que nos vamos haciendo uno con Él, porque comemos su cuerpo y bebemos su sangre; es decir porque nuestra forma de ser, de sentir, pensar y de actuar van correspondiendo con su forma de ser, sentir, pensar y actuar. Cuando el amor de Cristo va moldeando nuestra vida.

    Escribe un autor: “A Jesús no vamos, si no que venimos. Con el regresamos a casa, no nos alejamos de nosotros mismos. Él es el ser único que nos comunica desde sí mismo, la fuente desde la que se origina todo en nosotros, el Padre. Jesús nos recuerda que somos, ante todo, receptáculo del amor divino. Somos en la medida del amor que recibimos. Fuera del amor es imposible la existencia; por lo menos, la existencia con sentido. Dios es el nombre que lleva la Fuente, el camino y la meta de toda existencia que se construye humanamente. También es válido existir inhumanamente. De hecho, muchos eligen vivir así. Sin embargo, siguen con sed en su alma y no paran de seguir buscando. Su alma continua con sed. Dios es la fuente capaz de despertar anhelos, de indicar caminos y de iniciar procesos”. Aquel que va hacia Jesús, en realidad, está viviendo hacia sí mismo, hacia el encuentro de la verdad que hay en Él, hacia el Sí mismo. Ir hacia Jesús, es necesario, para poder encontrar nuestra morada y, comprender porque vale la pena amar y luchar.

    Escribe el Maestro Eckhart: “Quien no entienda este discurso, Dios nace en nosotros, no debe afligirse en su corazón. Pues mientras el hombre no se haga semejante a esta verdad, no lo entenderá; es una verdad desvelada que ha surgido directamente del corazón de Dios”. A Dios, se le rechaza fácilmente desde el intelecto. Pero nunca, se le puede rechazar desde el corazón. Quien categóricamente niega la existencia de Dios, con toda seguridad, en su corazón hay más dolor que amor, más oscuridad que luz, más incertidumbre que acogida confiada de la propia existencia. Rechazar a Dios nos muestra el vacío en el que se encuentra la propia existencia y la lucha por encontrar un sentido donde no se puede hallar. Dios está ahí, aunque nos neguemos y esforcemos en no reconocerlo.

    El que tiene a Dios como horizonte de su vida, logra darle sentido a su existencia. Quien da la espalda a Dios, termina confundiendo el sentido de la propia existencia. Escribe Jesús Cano, sacerdote: “Entonces, ¿qué tenemos que hacer? Pues, lo que tenemos que hacer es DEJARNOS AMAR POR DIOS. Sí, dejarnos amar, ser sencillos y humildes y decir al Señor: pasa a mi vida, te doy permiso para que entres y transformes todo mi ser. Quiero vivir una vida auténtica. Sí tú se lo dices de verdad, Él lo hará, estoy seguro; porque, ¿sabéis lo que espera el Señor de nosotros? Que nos dejemos amar por Él, como un bebé en el regazo de su madre. Dios tiene necesidad de amarte. Deja que te ame”. Quien se resiste al amor de Dios, niega la posibilidad de que este amor haga parte de su existencia, renuncia también a la Fuerza que la vida tiene para ofrecerle cuando todo se presenta como adversidad, obstáculo y sufrimiento.

    Érase una vez una pequeña vela que vivió feliz su infancia, hasta que cierto día, le entró curiosidad en saber para qué servía ese hilito negro y finito que sobresalía de su cabeza. Una vela vieja le dijo que ese era su cabo y que servía para ser encendida. Ser encendida ¿qué significaría eso? La vela vieja también le dijo que era mejor que nunca lo supiese, porque era algo muy doloroso. Nuestra pequeña vela, aunque no entendía de qué se trataba, y aun cuando le habían advertido que era algo doloroso, comenzó a soñar con ser encendida. Pronto, este sueño se convirtió en una obsesión. Hasta que por fin un día, “la Luz verdadera que ilumina a todo hombre”, llegó con su presencia contagiosa y la iluminó, la encendió. Y nuestra vela se sintió feliz por haber recibido la luz que vence a las tinieblas y les da seguridad a los corazones. Muy pronto se dio cuenta de que haber recibido la luz constituía no solo una alegría, sino también una fuerte exigencia… Sí. Tomó conciencia de que para que la luz perdurara en ella, tenía que alimentarla desde el interior, a través de un diario derretirse, de un permanente consumirse… Entonces su alegría cobró una dimensión más profunda, pues entendió que su misión era consumirse al servicio de la luz y aceptó con fuerte conciencia su nueva vocación. A veces pensaba que hubiera sido más cómodo no haber recibido la luz, pues en vez de un diario derretirse, su vida hubiera sido un estar ahí, tranquilamente. Hasta tuvo la tentación de no alimentar más la llama, de dejar morir la luz para no sentirse tan molesta. También se dio cuenta de que en el mundo existen muchas corrientes de aire que buscan apagar la luz. Y a la exigencia que había aceptado de alimentar la luz desde el interior, se unió la llamada fuerte a defender la luz de ciertas corrientes de aire que circulan por el mundo. Más aún: su luz le permitió mirar más fácilmente a su alrededor y alcanzó a darse cuenta de que existían muchas velas apagadas. Unas porque nunca habían tenido la oportunidad de recibir la luz. Otras, por miedo a derretirse. Las demás, porque no pudieron defenderse de algunas corrientes de aire. Y se preguntó muy preocupada: ¿Podré yo encender otras velas? Y, pensando, descubrió también su vocación de apóstol de la luz. Entonces se dedicó a encender velas, de todas las características, tamaños y edades, para que hubiera mucha luz en el mundo. Cada día crecía su alegría y su esperanza, porque en su diario consumirse, encontraba velas por todas partes. Velas viejas, velas hombres, velas mujeres, velas jóvenes, velas recién nacidas…. Y todas bien encendidas. Cuando presentía que se acercaba el final, porque se había consumido totalmente al servicio de la luz, identificándose con ella, dijo con voz muy fuerte y con profunda expresión de satisfacción en su rostro: ¡Cristo está vivo en mí! Para el Maestro Eckhart, el verdadero sentido de la existencia se encuentra cuando el ser humano decide salir de sí mismo y entra en el abandono de las respuestas prefabricadas sobre la felicidad, la plenitud y el amor. Ahora, según la enseñanza del Maestro, salir de sí no es un peregrinaje hacia el exterior; al contrario, es un viaje hacia nosotros mismos, hacia la búsqueda del santuario interior donde se revelan las verdades más profundas y misteriosas que se pueden llegar a conocer. Dice el Maestro: “Cuanto más lejos van, tanto menos encuentran aquello que buscan. Caminan como uno que ha errado el camino: cuanto más avanza, tanto más se dirige al error. ¿Qué tiene que hacer? tiene que dejarse, abandonarse a toda pretensión y dejarse amar. Nos dice la siguiente oración. Puedo no amar a Dios, pero Él ama siempre. Puedo no creer en Dios, pero Él cree en nosotros. Puedo desconfiar de Dios, pero Él confía. Puedo ir en contra de Dios, pero Él viene a favor nuestro. Puedo escapar de Dios, pero Él sale a nuestro encuentro. Puedo olvidar a Dios, pero Él nunca se olvida de nosotros. Puedo irme de su presencia, pero Él está siempre presente. Puedo culpabilizar a Dios, pero Él siempre comprende. Puedo condenar a Dios, pero Él siempre perdona. Puedo odiar a Dios, pero Él siempre nos rodea con su misericordia. Puedo afirmar que Dios no existe y, sin embargo, el nace cada día en mí, se hace presente en mis anhelos de amar y, sobre todo, se revela en mí cuando dejo de resistirme al amor.

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