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sábado, 7 septiembre, 2024

    Tú, ven y sígueme

    Dios nos invita a reconocer nuestro Yo auténtico, en conexión con él.

    Las heridas del alma crean movimientos en la psique. Nuestra estructura psíquica cambia cuando nos encontramos con el dolor y se reorganiza cuando encontramos la cura para el dolor que nos desgarra por dentro. El dolor tiene la capacidad de escindirnos interiormente. De esta forma, perdemos la noción de quienes somos realmente. Muchas de las actitudes que asumimos ante la vida, corresponden más al dolor, que a nuestra verdadera identidad. El dolor nos escinde, lo hace con tal fuerza, que no sabemos quiénes somos realmente. Para poder vivir, dentro de cierta normalidad, creamos una máscara, que, a su vez, nos sirve de escudo. Es decir, evita que el dolor crezca y nos sintamos vulnerables ante los demás. Cuando nos atrevemos a formular la pregunta: ¿quiénes somos realmente? Las cosas empiezan a transformarse y logramos tener una visión diferente de nosotros mismos.

    Cuando logramos transformar la visión que tenemos de nosotros mismos, nos curamos del dolor que escinde nuestra alma. Hoy, en la espiritualidad cristiana, recordamos la figura de Mateo. Un texto de la pastoral jesuita, recrea la vida de Mateo de la siguiente forma: “Era un día de tantos. La misma rutina de siempre. Yo estaba sentado a la mesa, cobrando los impuestos. Como de costumbre, los que venían me miraban con desprecio. Me consideraban un traidor, un colaborador con los romanos. No me golpeaban, porque los soldados les habrían castigado, pero estoy seguro de que ganas no les faltaban. A veces los niños me escupían al ir por la calle. Ya me había acostumbrado al odio. Pero ese día un hombre se plantó delante de mí. Y solo me dijo: sígueme. Al mirarlo vi que era Jesús, ese nazareno del que todo el mundo habla. Yo ni siquiera me había atrevido a acercarme a él cuando había estado cerca. Pero fue él el que se acercó a mí. Y con solo una palabra, lo cambió todo. Porque comprendí que no venía a juzgarme, sino a llamarme. Que no me pedía un pasado impoluto, sino un futuro fiel. Que no me llamaba porque yo fuera bueno, sino porque Él es bueno. Y de golpe mi tristeza se convirtió en esperanza. Mi sensación de soledad se convirtió en encuentro. Al juntarme con el resto de quienes le seguían, supe que ellos me aceptaban. Y que me acogían porque también tienen los pies de barro. Luego, los fariseos quisieron reprochar a Jesús que se juntase con alguien como yo. Pero él los dejó avergonzados al hablar de misericordia. Y todo empezó con un Sígueme”.

    Desde entonces, este hombre dedicó su vida a decirnos: “Jesús es Maestro de vida”. Al definir a Jesús, Mateo nos cuenta que le sucedió en el encuentro con este hombre. El cobrador de impuestos se convirtió, por la fuerza del amor, en el hombre que invita a seguir las enseñanzas de Jesús porque tienen la fuerza suficiente, para sanar cualquier herida que haya en el alma. La misericordia de Jesús, quien prefiere acoger antes que juzgar y condenar, le regala al corazón herido, una nueva consciencia de sí mismo. ¿Puede alguien conocer a Jesús y seguir siendo el mismo? La respuesta verdadera es un NO rotundo. Quien acoge a Jesús en su vida, sabe que nada volverá a ser igual. Ahora, esa transformación es gradual, lleva años, enfrenta contradicciones y desesperanzas, pero, el fuego que la anima, una vez que se enciende no se apaga, permanece, no deja que se abandone el camino. La zarza, imagen del deseo inextinguible, siempre arde y, en la soledad y el silencio, nos deja ver su fuerza y su brillo. A todo lo anterior, lo llamamos consciencia espiritual.

    La consciencia espiritual, nos dice Mónica Fustes, es lo que falta para vivir desde el Ser auténtico y alcanzar el propósito de vida de forma fluida y fácil. Otros autores, definen la consciencia espiritual como: “La sensación que nos permite sentir que pertenecemos, que somos aceptados como somos y que nos invita a ser nosotros mismos”. En otros espacios, se llama consciencia espiritual al despertar de la consciencia; es decir, al conocimiento que adquirimos, donde nos damos cuenta que la realidad vivida es la realidad creada por nosotros mismos. También se le conoce como Iluminación. Maribel Rodríguez cita a Victor Frankl (1990) señalando: “la espiritualidad es lo que tenemos de humano y nuestra dimensión esencial en la que acontece nuestra existencia. La espiritualidad puede aportar recursos internos, esperanza, conexión con algo que nos trasciende y puede darnos fuerzas, creatividad, humanidad, sentido etc. Todo ello puede ayudar a encontrar sentido en las situaciones dolorosas que se presentan en la vida y a disponer de ciertos recursos que permitan superarlas o afrontarlas mejor”.

    En nuestro proceso formativo, podemos decir: la experiencia mística, descubrir nuestro más profundo centro, sentir la presencia de Dios en nuestra vida, ilumina nuestra vida y nos permite reconocernos más plenamente. Roberto Assagliogli nos dice: “cuando nuestra consciencia se aclara nos iluminamos; es decir, nos damos cuenta de la importancia que tiene toda nuestra existencia, nada queda excluido de la relación con Dios. Dios nos invita a reconocer nuestro Yo auténtico, a entrar en conexión con él, porque de esta forma llegamos a ver las cosas desde su raíz y percibir la luz que habita en la Creación y, en consecuencia, en toda vida humana”. La iluminación es la visión total de nuestra vida en su esencia y en su relación con el Todo. La iluminación nos revela que todos somos portadores de la divinidad de manera inmanente. La mística nos recuerda, que nuestro Yo auténtico, es la manifestación de Dios. Donde somos nosotros mismos, Dios se manifiesta como ES.

    La experiencia mística transforma nuestra psique. El místico experimenta en sí un nuevo nacimiento, el nacimiento de Cristo en su corazón. Nos dice Assagliogli: “el nacimiento de Dios es la experiencia de la liberación de nuestros complejos e ilusiones, de nuestra identificación con los diversos roles que representamos en la vida, con las diversas máscaras que llevamos puestas”. La mística pone al descubierto quienes somos realmente. Quien escucha, como Mateo, la voz que le dice: Tú, ven y sígueme, sabe que nada en él volverá a ser igual y, en ese cambio, esta su verdadera esencia, su Yo real y auténtico. Entrar en relación con nuestro más profundo centro, donde Dios nace en nosotros, nos lleva a resolver la pregunta: ¿quiénes somos, realmente? La verdadera identidad es el resultado de una experiencia de encuentro con Dios cara a cara.

    “Escuché de ti mi nombre como nunca antes. No había en tu voz reproche ni condiciones. Mi nombre, en tus labios, era canto de amor, era caricia, y pacto. Con solo una palabra, estabas contando mi historia. Era el relato de una vida, que, narrada por ti se convertía en oportunidad. Descubrí que comprendías los torbellinos de siempre, las heridas de antaño, las derrotas de a veces, los anhelos de ahora, y aún sin saber del todo en qué creía yo, tú creías en mí, más que yo mismo. Así, mi nombre en tus labios rompió los diques que atenazaban la esperanza” (José María Olaizola).

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