Los caminos de transformación son la oración y la mística. Cuando hablamos de la oración, decimos que es el trato de amistad con Dios. La oración nos libera de las falsas imágenes que construimos de la vida, de Dios y de nosotros mismos. En la oración, llegamos a conocer quiénes somos realmente, quien es realmente Dios y que desea Dios para cada uno de nosotros. La oración nos saca de la oscuridad hacia la luz, de la incertidumbre a la confianza, del rencor hacia el perdón y del odio hacia el amor. La oración nos transforma porque nos ayuda a comprender qué es lo fundamental en nuestra vida. El eje central de la oración es la confianza que depositamos en Dios.
Recordemos, Dios es el horizonte de nuestra vida, es el fuego que arde en nuestros corazones y cuando entramos en contacto con Él, todo se purifica, se hace nuevo. La oración nos enseña a entrar en contacto con el centro más profundo de nuestro ser.
La mística nos ayuda a conocer el centro profundo de nuestra existencia. El centro interior es ese espacio donde nos hacemos uno con la divinidad. Platón, cuando hablaba de la mística, afirmaba, que el propósito del alma es el ascenso a la visión intelectual de Dios. En otras palabras, cuando el alma recuerda quien es ella y reconoce la verdadera fuerza que la habita, que la erotiza, que la llena de deseos. El centro profundo es el lugar de donde surgen los deseos más profundos y auténticos del ser humano. Para acceder a ese centro son necesarios el silencio, el recogimiento interior, el desasimiento de sí y la quietud, la disposición a permitir que lo divino se manifieste en nosotros. La oración es el camino hacia el centro y la mística es el conocimiento, la experiencia, del centro. Cuando alcanzamos la conexión con nuestro ser más profundo, nos curamos de la angustia ante la vida, ante la muerte y, especialmente, ante la soledad y el desamor.
Así, como la mística nos permite manifestar nuestra naturaleza divina, creernos místicos, nos puede conducir a ocultar las zonas oscuras de nuestra alma. Dice el dicho popular, no hay peor ciego que aquél que no quiere ver. El afán de impresionar a los demás con nuestra vida espiritual, nos puede arrastrar a vivir las experiencias más dolorosas y desgarradoras que podamos experimentar. Cuando la máscara cae, necesariamente, nos vemos cara a cara con el dolor. El que se cree místico se pavonea por la vida y considera que su vida no puede ser confrontada por otros o, por la experiencia mística acumulada durante años en la humanidad. El que utiliza la mítica como máscara, presume de su superioridad ante los demás. El místico siempre es humilde. El inconsciente colectivo siempre nos muestra la figura del místico como el ser centrado en lo esencial y al arrogante afanado por lo que hoy es y, mañana, pierde su brillo. El místico se muestra como el personaje despojado de su ego, vive en las periferias de la ciudad, su actividad no está en el centro de la vida de los demás. El arrogante, en cambio, tiene su castillo y toda gira alrededor de él, su preocupación fundamental es la defensa del castillo y permanecer en el centro.
El ser humano, según Irwing Yalom, terapeuta humanista existencial, tiene cuatro desafíos que resolver. El primero, la angustia ante la muerte. El segundo, el ejercicio de la libertad. El tercero, como permanecer siendo él en medio de la multitud y cómo conservar su espacio propio. El cuarto, como vivir la vida con sentido. La mística, vivir desde el profundo centro, es la forma de solucionar con autenticidad esos desafíos. Podemos evadirnos y vivir entretenidos buscando respuestas en cosas que van y vienen; es decir, en modas espirituales. La mística carece de popularidad y exige permanencia; algo que hoy, no goza de mucho mercado. Muchos ignoran, como le sucedió a la mariposa, que hay luces que brillan y, en lugar de darnos vida, cuando nos acercamos a ellas, nos la quitan. En el mundo actual, hay muchas luces artificiales, brillan con tanta potencia, que no logramos, a veces, saber cuáles son las naturales.
José Luis Vega Blanco escribe: “Porque sé que nací para salvarme y tengo que morir –es infalible–, porque dejar de verte y condenarme solo con otro dios será posible, por eso río, duermo, quiero holgarme, Señor, y tengo amor a lo visible. Y solo me pregunto en qué me encanto cuando huyo de la vida por ser santo”.
La mística nos enseña que nadie puede evadir la realidad de su condición humana. Ante la muerte, no podemos creernos especiales y, menos aún, salir a buscar al salvador que nos libere de dicha experiencia. La mística nos revela que el río aún con toda la fuerza que tiene, se dirige al mar porque ahí está su destino, para eso nació. El místico sabe que el Dios que habita en él resplandecerá en la entrega de su vida a la muerte. Una experiencia semejante, vive la semilla, cuando se abre, para dar paso, a todo lo que está contenido en ella. Al morir, se revela lo que ha sido, el fundamento y centro de nuestra existencia. Morimos para vivir de lo que ha sido nuestro centro más profundo. En la muerte, Cristo nos guía. Dice Jung, el ser humano se cura cuando encuentra a Cristo o a Buda en su vida. En ese sentido, antes de morir físicamente, estamos llamados a curarnos de lo que hace agobiante nuestra existencia.
Señala un autor: “los místicos hablan de la muerte del Yo. No se trata de destruir el Yo; se trata más bien, de la vivencia cotidiana, en la que una y otra vez morimos a nuestras expectativas, a falsos deseos, a proyecciones enfermizas, a ilusiones pasajeras. El Yo con sus ideales y fantasías se quiebra ante Dios; de esta forma, Dios va ganando espacio en nuestra vida y nos vamos llenando de Él. En la medida, que aprendemos a morir cada día, tenemos acceso a la vida verdadera”. La vida trasciende nuestro ego, nuestras fantasías, nuestros logros y cuando se vuelve mística, se llena de sentido y la fuerza del amor es lo que mejor la define. Francisco Carmona
Psicólogo, Constelador Familiar, del vínculo y del trauma, magister en Teología, Especialista en Innovación Pedagógica y licenciado en ciencias de la educación Filosofía y Letras. Director de Ananké y formador