El Maestro Eckhart nos recuerda, la invitación que Jesús nos hace a permanecer en Él. Cuando nos distanciamos de nosotros mismos, también nos distanciamos de Jesús. Quien descubre el Cristo interior, también descubre su identidad profunda. Lo que somos, lo hemos dicho en varias ocasiones, lo descubrimos, cuando nos vemos reflejados en la forma de actuar, sentir y pensar de Jesús. El evangelio de Juan, nos recuerda permanentemente, Jesús descubrió quien era en la relación con el Padre. “Todo lo que hay en Mí, el Padre, que está en los cielos, me lo ha dado”. Jesús tiene la consciencia de que la fuerza que habita en Él proviene de Dios. A la palabra permaneced en Mí, el Maestro Eckhart, añade las palabras del libro del Eclesiástico que dicen: “bendito el hombre que habita en la sabiduría”. Según las enseñanzas del Maestro Eckhart, la verdadera sabiduría nace de la permanencia en Jesús; en otras palabras, de la capacidad del ser humano de amar siempre, aunque las circunstancias sean adversas. Nos insiste el Maestro Eckhart: “permanece en sí mismo, quien es capaz de permanecer en Dios”. Podríamos decir nosotros: “quien permanece en Dios, permanece en sí mismo. Nada nuestro está excluido de la relación con Dios.
Para el Maestro Eckhart, el ser humano que desea permanecer en Cristo, vivir la sabiduría interior, le conviene observar las siguientes disposiciones internas: la primera, vivir el desapego. Para el Maestro, nada que pertenezca a este mundo o al eterno debe acaparar la atención del corazón. La segunda, el objeto de nuestro amor debe ser Dios. Cuando el corazón se inclina hacia lo que se puede tener y perder, lo que se puede amar y rechazar, se está desviando de la verdadera sabiduría. Nadie puede permanecer sabio, si su corazón puede ser embotado fácilmente por el dolor de la pérdida, del abandono o, del rechazo. La tercera, el corazón está invitado a amar a Dios por su bondad, por su belleza, por la misericordia que se encuentra en su corazón. Quien piensa que amando a Dios estará protegido de la adversidad, del peligro, de la enfermedad y de la ruina, en lugar de amar a Dios, se está amando a sí mismo. Quien ama a Dios mantiene el corazón puro, es decir, no se inclina por ningún interés diferente al que inspira el obrar con rectitud, con compasión y con misericordia. Nadie que se ponga por encima de los demás, puede estar seguro, de que su corazón ama a Dios, por encima de todas las cosas. Es más probable, que un corazón que ama de esta manera, esté lleno de orgullo y soberbia.
En la época de Buda vivió una anciana mendiga llamada Confiar en la Alegría. Esta mujer observaba cómo reyes, príncipes y demás personas hacían ofrendas a Buda y sus discípulos, y nada le habría gustado más que poder hacer ella lo mismo. Así pues, salió a mendigar, y después de un día entero sólo había conseguido una monedita. Fue al vendedor de aceite para comprarle un poco, pero el hombre le dijo que con tan poco dinero no podía comprar nada. Sin embargo, al saber que quería el aceite para ofrecérselo a Buda, se compadeció de ella y le dio lo que quería. La anciana fue con el aceite al monasterio y allí encendió una lamparilla, que depositó delante de Buda mientras le expresaba este deseo: “No puedo ofrecerte nada más que esta minúscula lámpara. Pero, por la gracia de esta ofrenda, en el futuro sea yo bendecida con la lámpara de la sabiduría. Pueda yo liberar a todos los seres de sus tinieblas. Pueda purificar todos sus oscurecimientos y conducirlos a la iluminación”.
A lo largo de la noche se agotó el aceite de todas las demás lamparillas, pero la de la anciana mendiga aún seguía ardiendo al amanecer cuando llegó Maudgalyayana, discípulo de Buda, para retirarlas. Al ver que aquella todavía estaba encendida, llena de aceite y con una mecha nueva, pensó: No hay motivo para que esta lámpara permanezca encendida durante el día, y trató de apagarla de un soplido. Pero la lámpara continuó encendida. Trató de apagarla con los dedos, pero siguió brillando. Trató de extinguirla con su túnica, pero aun así siguió ardiendo. Buda, que había estado contemplando la escena, le dijo: ¿Quieres apagar esa lámpara, Maudgalyayana? No podrás. No podrías ni siquiera moverla, y mucho menos apagarla. Si derramaras toda el agua del océano sobre ella, no se apagaría. El agua de todos los ríos y lagos del mundo no bastaría para extinguirla. – ¿Por qué no? – Porque esta lámpara fue ofrecida con devoción y con pureza de mente y corazón. Y esa motivación la ha hecho enormemente beneficiosa. Cuando Buda terminó de hablar, la mujer se le acercó, y él profetizó que en el futuro llegaría a convertirse en un buda perfecto llamado ―Luz de la lámpara. Así pues, es nuestra motivación, ya sea buena o mala, la que determina el fruto de nuestros actos. Shantideva dijo: "Toda la dicha que hay en este mundo, Toda proviene de desear que los demás sean felices; Y todo el sufrimiento que hay en este mundo, Todo proviene de desear ser feliz yo. Puesto que la ley de la compensación es inevitable e infalible, cada vez que perjudicamos a otros nos perjudicamos directamente a nosotros mismos, y cada vez que les proporcionamos felicidad, nos proporcionamos a nosotros mismos felicidad futura”.
Para el Maestro Eckhart, nosotros estamos llamados a “desprendernos de Dios por amor a Dios”. Quien desea permanecer en Dios, en su corazón está llamado a vivir el desapego. Lo anterior significa: renunciar a construir nuestra vida a partir de la imagen que tenemos de Dios o acaparar a Dios para nosotros. Quien está desprendido de Dios, deja a Dios ser Dios y a las cosas ser lo que son. Quien está aferrado a Dios, desea que Dios esté actuando siempre a su favor; obrando de esta forma, se empequeñece a sí mismo y, en su consciencia, cree que Dios es del tamaño de su Ego. De esta forma, su consciencia y Dios se revelan como dos realidades distorsionadas. Quien desea que las cosas ocurran, según su propio interés y voluntad, no obra según la voluntad de Dios, sino según su propia voluntad. Entonces, queda al descubierto su deseo de brillar para sí mismo, antes que el deseo de vivir y, servir a Dios.
El ser humano que aprendió el desapego, que renunció a construir su vida a partir de las imágenes distorsionadas de Dios; es decir, que dejó a un lado la vida sin sentido o el deseo de construir su vida a partir de lo efímero, que reconoce que a Dios no se le acapara, encontró la libertad para vivir, para ser, para amar y para servir. Los que desean vivir a fondo su existencia, construyen la vida sobre fundamentos sólidos y reconocen que la felicidad del mundo es también la propia. El desapego de Dios nos libera, volvamos a repetirlo, para el amor al prójimo. Escribe el Maestro Eckhart: la persona que se ha desprendido y que nunca más, ni siquiera por un instante, mira a aquello de lo que se ha desprendido (…), solo esa es una persona serena”. Nos recuerda un maestro espiritual: “en la esencia más íntima del alma, donde esta nuestro más profundo centro, donde apenas asoma la chispa de la razón, acontece el nacimiento de Dios. En lo más limpio y tierno que el alma puede ofrecer, en el más profundo centro, donde no habita ninguna criatura o, imagen, nace Dios como el fuego que ilumina nuestra existencia y la hace arder inflamada de amor y entrega. En el desapego, el alma se entrega a Dios y el desapego es su brillo”. El desapego es el indicador más fiable de nuestra permanencia en Dios.

Psicólogo, Constelador Familiar, del vínculo y del trauma, magister en Teología, Especialista en Innovación Pedagógica y licenciado en ciencias de la educación Filosofía y Letras. Director de Ananké y formador