Vamos a iniciar la reflexión con las siguientes preguntas: ¿qué es lo peor que he hecho en mi vida? ¿Qué es lo que más nos avergüenza en la vida? ¿Crees que puedes liberarte del sentimiento que te produce la acción que te avergüenza, que te roba la paz? Hace algunos días, viendo de nuevo el rey león, caí en la cuenta de lo siguiente: Simbad se aleja de la familia, abandona su lugar en la vida, porque se siente responsable de la muerte de su padre. Durante un buen rato, Simbad vive de espaldas a su realidad, hace lo posible por olvidarse de sí mismo, renuncia a su identidad. En ese momento, recordé la parábola del águila que vivió creyendo que era una gallina. En realidad, ¿podemos olvidarnos de quienes somos realmente? La vergüenza puede hacernos creer que sí, el alma puede guardar silencio durante un tiempo; sin embargo, las circunstancias nos llevan a encontrarnos con el Rafiki interno, el sabio místico que habita en nosotros y nos lleva de vuelta a nuestro ser, nuestra identidad.
En el Evangelio de san Juan encontramos la siguiente escena: “Después de esto, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: Voy a pescar. Le contestan ellos: También nosotros vamos contigo. Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: Muchachos, ¿no tenéis pescado? Le contestaron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor, se puso el vestido – pues estaba desnudo – y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: Traed algunos de los peces que acabáis de pescar. Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: Venid y comed. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Quién eres tú?, sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos. Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis corderos. Vuelve a decirle por segunda vez: Simón de Juan, ¿me amas? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas. Le dice por tercera vez: Simón de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ¿Me quieres? y le dijo: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas.
Rafiki lleva a Simbad a mirarse en el agua del lago. Allí, ve reflejada su imagen en el agua y reconoce al Padre. Lo que había querido ignorar porque le producía vergüenza vuelve al escenario de la consciencia. En ese momento, aparece la voz del Padre que le dice: “¡Recuerda quién eres! Toma tu lugar, el que te corresponde”. De inmediato, vienen desde mi corazón, las escenas donde Jesús también escucha en su interior la voz que le dice: “Tu eres mi hijo amado, en Ti me complazco”. Cuando permitimos que emerja desde lo más profundo, la voz del Padre, podemos reconocernos y superar la vergüenza. No hay nada de lo que podamos avergonzarnos, cuando nos ponemos bajo la mirada del amor del Padre. Mientras que la voz de la Madre, nos recuerda el valor que tiene la vida, la voz del Padre nos recuerda, lo que tenemos qué hacer con esa vida, lo que somos, nuestro lugar en la vida.
Mientras que muchos, en nombre de Dios, se empecinan, en anunciar que hay cosas que no tienen el perdón de Dios, Jesús nos revela que el amor, lo que Dios es, supera con creces lo peor de nuestras acciones. ¿Qué avergüenza a Pedro? En alguna ocasión, Pedro le dijo a Jesús: “¡Daría mi vida por Tí!”. Cuando llego el momento, de dar testimonio de ser discípulo de Jesús, negó conocer a Jesús y a sus compañeros. Lo peor que Pedro pudo haber hecho, encontró en el corazón de Jesús, el perdón necesario, para poder ser lo que el mismo Jesús le había dicho que estaba destinado a ser: “la piedra sobre la que la Iglesia se construiría”. La vergüenza nos hace desconocer lo que somos, el perdón nos devuelve la consciencia del lugar que tenemos asignado en la vida, el que nos corresponde por voluntad divina. En este relato, muchos de los discípulos de Jesús parece que volvieron a sus actividades anteriores, no quieren saber nada del proyecto que, durante tres años, habían impulsado, dejando atrás las redes, padres y familia. La decepción nos devuelve a estados anteriores de la vida. También estos discípulos, están en resonancia con lo peor que ha pasado en sus vidas.
La vergüenza nos hace dudar sobre lo que hemos hecho con nuestra vida. El amor expresado en el perdón nos devuelve la consciencia de lo que somos, de lo que estamos llamados a vivir, de nuestro destino. Jesús no le dice a Pedro que lo ama; al contrario, le pide a Pedro confesar su amor. El perdón nace del amor, del deseo de amar, de permanecer en el amor. La fragilidad nos puede asaltar en cualquier momento de la vida y apartarnos de lo que deseamos vivir, llevarnos a negar nuestra identidad. Conozco a muchos que no han sido capaces de encontrar el perdón y han abandonado su proyecto de vida, lo que les daba sentido, lo que los colmaba de alegría. El perdón brota del amor que sentimos por nosotros mismos, por nuestra vida, por nuestra proyecto existencial. La sola presencia de Jesús conecta a Pedro con el amor y le hace sentir que su traición fue perdonada. La tríada de preguntas que Jesús le hace a Pedro, tiene como finalidad, conectar a Pedro consigo mismo. Jesús, dice un autor, insta a Pedro a sellar su compromiso de amor vinculándolo al servicio y a la disposición de ser él, ahora, quien entregue la vida.
La capacidad de perdonar y la capacidad de aceptar el perdón son dos capacidades que se deben dar recíprocamente. Jesús perdona a Pedro, el que lo negó, porque lo ama. Pedro, el que sucumbió ante el miedo, acepta el perdón de Jesús porque lo ama. Solo en el amor, el perdón tiene pleno sentido. Pedro dejó todo por seguir a Jesús; ahora, en esta nueva etapa, Pedro terminará muriendo por dar testimonio de Jesús. Cuando dejamos que el rencor determine las relaciones, nos estamos abandonando a nosotros mismos y estamos permitiendo que el amor vaya quedando en el olvido, en el sinsentido. Jesús le recuerda a Pedro que debe continuar en el seguimiento; es decir, que el propósito de vida no ha cambiado, a partir del momento, en el que el amor sano, lo que el miedo destruyó, la radicalidad del compromiso debe ser mayor. Ser discípulo de Jesús implica saber superar lo peor y abrirnos al amor; a ese amor que, en la cruz, perdonó a sus propios verdugos.
“Sigue curvado sobre mí, Señor, remodelándome, aunque yo me resista. ¡Qué atrevido pensar que tengo yo mi llave! ¡Si no sé de mí mismo! Si nadie como Tú puede decirme lo que llevo en mí dentro. Ni nadie hacer que vuelva de mis caminos que no son como los tuyos. Sigue curvado sobre mí, tallándome, aunque a veces de dolor te grite. Soy pura debilidad, Tú bien lo sabes. Tanta, que, a ratos, hasta me duelen tus caricias. Lábrame los ojos y las manos, la mente y la memoria, y el corazón, que es mi sagrado, al que no Te dejo entrar cuando me llamas. Entra, Señor, sin llamar, sin mi permiso. Tú tienes otra llave, además de la mía, que en mi día primero Tú me diste, y que empleo, pueril, para cerrarme. Que sienta sobre mí tu ‘conversión’ y se encienda la mía del fuego de la Tuya, que arde siempre, allá en mi dentro. Y empiece a ser hermano, a ser humano, a ser persona. ¡Qué paciencia, Señor, sobre Tu mundo, que nosotros tratamos, maltratamos, como si fuera nuestro, del primero que llegue, el más astuto, o el más ladino, o de aquel o de aquella, a quien no duele pisar a los demás, como se pisa la uva en el lagar, o una hormiga, ¡o un escarabajo! Sigue vuelto, Señor con Tu sol y Tu lluvia para todos, para buenos y malos, pacientes y violentos, víctimas y verdugos, lloviendo y calentando esta tierra que somos. Sigue haciendo germinar en toda la semilla que eres ¡Que la hagamos crecer, sin desmayarnos, entre tanta cizaña! Y que dé de comer a mucha gente pan Tuyo y pan nuestro el que de Ti hemos aprendido a ser multiplicándonos (Juan Ignacio Iglesias sj).
Psicólogo, Constelador Familiar, del vínculo y del trauma, magister en Teología, Especialista en Innovación Pedagógica y licenciado en ciencias de la educación Filosofía y Letras. Director de Ananké y formador