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jueves, 21 noviembre, 2024

    De nada me sirve..

    Nos dice Anselm Grun: “Todo ser humano ansía amar y ser amado. En el amor vivimos la experiencia del encanto y la plenitud, pero también, y al mismo tiempo, del desencanto y de la herida. Por eso ansiamos un amor que sea más grande que el amor humano, que supere y al mismo tiempo englobe nuestras experiencias de plenitud y de desengaño. En último término, es el anhelo de un éxtasis de amor en Dios. Este amor a Dios no se contrapone al amor humano, sino que lo invade y lo sana”. Así, como el amor nos hiere, el amor nos cura. Muchas de las cosas que suceden en nuestra vida, ocurren en el nombre del amor; a veces, del amor adulto y, en muchas, del amor que aún no ha aprendido a donarse y se mantiene en el narcisismo y en el egoísmo. El amor verdadero se descubre en la relación con la trascendencia.

    La sabiduría Zen nos regala la siguiente historia: “Había una vez una isla muy linda y de naturaleza indescriptible, en la que vivían todos los sentimientos y valores del hombre: El Buen Humor, la Tristeza, la Sabiduría… como también, todos los demás, incluso el Amor. Un día se anunció a los sentimientos que la isla estaba por hundirse. Todos prepararon sus barcos y partieron. Únicamente el Amor quedó esperando solo, pacientemente, hasta el último momento, ya que no tenía barco. Cuando la isla estuvo a punto de hundirse, el Amor decidió pedir ayuda. La riqueza pasó cerca del Amor en una barca lujosísima y el Amor le dijo: “Riqueza… ¿me puedes llevar contigo?”. No puedo porque tengo mucho oro y plata dentro de mi barca y no hay lugar para ti, lo siento, Amor… Entonces el Amor decidió pedirle al Orgullo que estaba pasando en una magnífica barca: “Orgullo te ruego… ¿puedes llevarme contigo?” No puedo llevarte Amor… respondió el Orgullo: – Aquí todo es perfecto, podrías arruinar mi barca y ¿Cómo quedaría mi reputación? Entonces el Amor dijo a la Tristeza que se estaba acercando: “Tristeza te pido, déjame ir contigo”. No Amor… respondió la Tristeza. Estoy tan triste que necesito estar sola. Luego el Buen Humor pasó frente al Amor, pero estaba tan contento que no sintió que lo estaban llamando. De repente una voz dijo: “Ven Amor te llevo conmigo”. El Amor miró a quien le hablaba y vio a un anciano. El Amor se sintió tan contento y lleno de gozo que se olvidó de preguntarle el nombre del anciano. Cuando llegó a tierra firme, el anciano se fue. El Amor se dio cuenta de cuanto le debía y le preguntó al Saber: “Saber, ¿puedes decirme quien me ayudó?”. “Ha sido el Tiempo”, respondió el Saber, con voz serena. – ¿El Tiempo?… se preguntó el Amor, ¿Por qué será que el Tiempo me ha ayudado? Porque sólo el Tiempo es capaz de comprender cuán importante es el Amor en la vida”.

    La mística es el camino para conocer el Amor de Dios; ese amor que nos cura. San Lucas, nos cuenta, en la parábola del buen samaritano, en qué consiste el auténtico amor. “Y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole sobre su propia cabalgadura, le llevó al mesón y cuidó de él”. El amor es, ante todo, compasión. El alma que anda herida va por la vida sin encontrar sosiego. El activismo desmesurado, cuando la persona no puede parar de trabajar y la necesidad, también desmesurada, de hablar, son expresiones de un gran dolor interno. El que trabaja sin parar, está haciendo todo lo posible, por huir de sí mismo y no escuchar lo que el dolor tiene para decirle. El que habla sin parar quiere evitar las preguntas que lo conecten con su sufrimiento. En consulta, cuando alguien habla mucho, no busca ser ayudado sino escuchado. La ayuda vendrá después del agotamiento de la palabra, cuando el silencio se imponga y lo que se lleva dentro pueda salir a la luz. El acompañante que sabe tener paciencia, al final descubrirá, que la necesidad de hablar y evitar ser interrumpido, es el primer paso hacia el reencuentro consigo mismo.

    San Agustín nos enseña que los vínculos son esenciales para que el alma se mantenga saludable. Sin vínculos, el alma enferma. La desconfianza hacia los demás, nos revela, el sufrimiento que contiene el aislamiento. Nos aislamos cuando no encontramos la forma de comunicarle a los demás, el sufrimiento que llevamos por dentro. El temor a expresar nuestros sentimientos, nos hace sentir incapaces e inútiles frente al mundo que nos rodea. Donde hay una persona con temor a expresar lo que siente, hay un niño que creció al lado de una madre que, por su propio dolor, no fue capaz de dar y recibir amor del pequeño. Así, cada vez que el niño se acercaba, en busca de los brazos de la madre, encontraba a una mujer ofuscada o triste. En este movimiento, el niño interioridad que lo que siente es inadecuado. Cuando nos falla el vínculo con la madre, después, en la vida adulta, se siente que falla el vínculo con la vida. La compasión, que también es comprensión, hacia el dolor de la madre, hace posible restablecer, desde otro lugar, el vínculo con la vida, símbolo de la madre. Un buen vínculo con la madre, prepara para un vínculo sano con la vida. La conexión con la vida sana el vínculo con la madre.

    Para San Agustín, el principal vínculo del alma es Dios. Recordemos, Dios es el fundamento de nuestra existencia, quien le da sentido a nuestro quehacer. Toda la reflexión de San Agustín tiene como fundamento el deseo que tiene el alma de experimentar el amor de Dios. Para Agustín, el alma anda inquieta buscando la unión definitiva con ese Amor, del que tiene noticias cuando nace, pero, que desconoce totalmente. A medida que crecemos, vamos conociendo la grandeza, la profundidad, la extensión y la altura del Amor de Dios. Cuando conocemos el amor de Dios y, lo acogemos, nos dice san Agustín, nos curamos del desgarramiento interior. En Dios, encontramos el sentido de unidad de nosotros mismos y la fuerza para vivir en armonía. Para llegar al conocimiento del amor de Dios, Según Agustín, el camino es la interioridad. Sin vida interior, no hay conocimiento del amor de Dios y tampoco salud para nuestra alma. Dice san Agustín en el libro de las Confesiones: “entré en mi interior guiado por Ti, puede hacerlo porque Tú me guiaste, me ayudaste. Entré, con los ojos de mi alma, aun siendo tan débiles, vi sobre los mismos ojos de mi alma, sobre mi mente, una luz inmutable…Tú deslumbraste la debilidad de mi vista, dirigiendo violentamente tus rayos sobre mí, y sentí un estremecimiento de amor y de horror”

    El camino místico comienza con la interioridad. Pero, el objetivo es el éxtasis, la contemplación amorosa de la presencia de Dios. Una Presencia que nos supera en grandeza. La vida interior nos conduce, nos invita a ir más allá de nosotros mismos. Escribe Agustín: “la entrada en el fondo del alma lleva al descubrimiento del Dios que mora dentro, que es infinitamente más grande que el alma y, de este modo, a un movimiento estático por encima de sí y fuera de sí”. En la unión con Dios, el dolor, el sufrimiento, el desgarramiento interior son curados y transformados. Todo es diferente cuando el amor nos cura del abandono, del rechazo, de la soledad, de lo que llena a nuestra alma de nostalgia y la hace sentir en el exilio, separada de Dios. Dice San Pablo: «una vida, sin amor, no sirve de nada».

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