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sábado, 7 septiembre, 2024

    Cuatro Caminos…

    El alma que ama, tiene a Dios por prisionero, rendido a lo que ella quisiere.

    La mística responde a los anhelos más profundos del ser humano: ser uno consigo mismo y ser uno con Dios. En otras palabras, vivir la unidad del ser.  “Levantando los ojos al cielo, Jesús oró diciendo: Padre, no sólo te pido por mis discípulos, sino también por los que van a creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti somos uno, a fin de que sean uno en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado”. Nos dice el P. Rogelio Suárez: “¿Qué significa ser uno con Cristo? Es llegar a tener, como dice san Pablo, los mismos sentimientos de Cristo (Flp. 2,5); es llegar a pensar como Él piensa, ver como Él ve, escuchar como Él escucha… pero, sobre todo, amar como Él ama. Si amamos en todo momento como Cristo ama, todo lo demás se hará sin dificultad alguna, será natural en nosotros”. San Juan de la Cruz, nos regala las siguientes palabras: “Es propiedad del amor perfecto no querer admitir ni tomar nada para sí, ni atribuirse a sí nada, sino todo al Amado; que esto aún en los amores bajos hay, cuánto más en el de Dios, donde tanto obliga la razón. Grande es el poder y la porfía del amor, pues el mismo Dios prenda y liga. Dichosa el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero, rendido a todo lo que ella quisiere.”

    De nuevo, nos habla Rogelio Suárez: “El amor en nuestras vidas es lo que nos irá haciendo uno con Cristo. Lo que Cristo quiere es amarnos, entregarse todo a nosotros, pero también quiere que nosotros lo amemos y nos entreguemos completamente a Él. Nunca nos cansemos de amar, pues el deseo de Cristo es éste: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo”. Un comentario sobre el prólogo de san Juan, el autor, dice: “cuando cultivamos la vida interior comprendemos que somos mucho más de lo que a diario nos experimentamos. Nos dice el prólogo de San Juan que aquellos que acogen la palabra, la interiorizan, reciben de Dios la gracia de ser sus hijos.

    No se trata de que nosotros lleguemos a ser algo a partir de nuestro empeño o de unos esfuerzos mentales, no. Algunos lo han intentado así, y se han encontrado con la impotencia, el sin sentido, la falta de esperanza y de luz. Se trata de que al igual que una semilla tiene en sus células la potencia de ser un árbol, de visibilizar aquello que está en germen dentro de ella – que es más grande que ella, pero que a la vez se da dentro de ella -, y no le viene de fuera y como un añadido, el ser humano tiene en su ser la potencia de llegar a visibilizar quien es, lo más genuino de quien es, el Amor, el ser hijos de Dios. El progresivo desvelamiento de quien uno es realmente es el camino de la unidad”

    La mística es un camino de crecimiento, no es algo que suceda espontáneamente en nuestra vida, aunque es un don de Dios, requiere cuidado, atención y dedicación. La mística, como consciencia de unidad, es algo que atañe a la existencia individual. Cuando nos transformamos como individuos también se transforma nuestro vínculo con la sociedad. La presencia del místico hace que la sociedad reconozca los verdaderos y auténticos intereses del colectivo humano. La consciencia de Unidad necesita ser alimentada. Existen cuatro prácticas que, cuidadas y atendidas adecuadamente, nos ayudan a crecer en la consciencia de ser uno con Dios. La vida interior exige cuidado; de lo contrario, terminamos conectándonos con las partes oscuras de nuestro ser y, olvidándonos de lo que da fundamento y solidez a la existencia. Una de las tareas del crecimiento espiritual es pasar de la consciencia de separación a la consciencia de unidad, lograrlo es algo que cuesta esfuerzo y dedicación, cuando se descuida, lo alcanzado se pierde.

    La meditación es el primer camino que nos ayuda a crecer en la consciencia de Unidad. Todas las religiones conocen este camino. Por medio de él nos abrimos al misterio De Dios que está dentro de nosotros y, a la vez, nos envuelve, nos cubre como si se tratara de un manto. La meditación se practica de la misma forma en todas las religiones. A través de la respiración, accedemos a nuestro espacio interior, al sagrario de Dios en nosotros. Martín Lutero solía decir que el Reino de Dios es como una casa. De esta forma, invitaba a tener presente que el Reino de Dios está dentro de nosotros. La meditación nos regala la consciencia de quien habita la casa; Dios se hace presente, como si fuese nuestro huésped más cercano. La meditación nos recuerda que dónde Dios está también estamos nosotros y donde estamos nosotros también está Dios. La meditación nos recuerda que el amor más que un sentimiento es un estado del alma que se une a lo divino. En la meditación sólo necesitamos dejarnos mover por la vida.

    El segundo camino es la oración. La oración nos recuerda que podemos hablar con Dios. Cuando oramos estamos dialogando con Dios. La comunicación personal con Dios es posible. San Agustín nos dice que cuando oramos estamos expresándole a Dios nuestro deseo más profundo: sentirnos uno con Él y sentir que su amor calma nuestra ansiedad y la inquietud de nuestra alma. La oración es, ante todo, personal, aunque se haga colectiva. Dios tiene un trato personal con nosotros. En la oración sentimos la huella de la presencia de Dios en nuestro corazón. La oración es el agua que calma nuestra sed de un amor que nazca desde lo infinito y sea capaz de colmar todas nuestras ansías. La oración también pertenece a todas las religiones del mundo. La oración nos permite hacernos uno con Dios. La oración nos conduce hacia la verdad; a lo que somos realmente ante Dios. En la oración, podemos crecer en la confianza y en la certeza que, pese a nuestros fallos y equivocaciones, Dios está ahí y nos ama.

    El tercer camino es el encuentro con la naturaleza. Nos dice Anselm Grun: “en círculos cristianos, las experiencias místicas de la naturaleza fueron frecuentemente descalificadas. Se acusaban de panteístas a las personas que decían sentirse una con la naturaleza y experimentaban la presencia numinosa en ella”. Los grandes místicos de la espiritualidad siempre tuvieron una estrecha relación con la naturaleza. San Juan de la Cruz sentía una fascinación especial por los montes. Jakob Bohme y Teilhard de Chardin, por ejemplo, consideraban la naturaleza como un libro abierto en el que Dios nos habla. La naturaleza nos habla del poder Creador de Dios, de su grandeza, de su poder. Thomas Merton sentía que la lluvia le hablaba de la presencia silenciosa de Dios que actúa sin juzgar a nadie, entregándose a todos. “¡Qué situación esta! Sentado completamente solo, en el bosque, de noche, nutrido por estos susurros maravillosos, incomprensibles, absolutamente inocentes, el lenguaje más reconfortante del mundo, la conversación que la lluvia hace por sí misma”.

    El cuarto camino es el amor en lenguaje erótico. Dice Dorothee Sole: “la experiencia mística sin erotismo es impensable o, por lo menos, inexplicable”. Hoy, muchos expertos en teología espiritual hacen lo posible por establecer una relación entre espiritualidad y sexualidad. El amor místico hacia Dios y hacia Jesús viene descrito por la espiritualidad en los términos propios de la esponsalidad y conyugalidad. La relación con Dios, cuando es auténtica, nos cura del temor a la amistad, al amor, a la entrega, a la plenitud. La cercanía a Dios nos cura del temor a la cercanía y confianza en los demás. Dios está en nosotros y también en los otros. Nadie puede amar y permanecer cerrado a las relaciones con los demás. Dios nos lleva al encuentro amoroso con los demás. Cuando mantenemos abiertos la herida, nos alejamos. Dios con su cercanía, nos cura y hace que nuestra sexualidad se vuelva expresión de nuestro anhelo de estar en comunión con todo, con el Todo.

    Estaba pacíficamente sentado un Derviche, monje musulmán, a la orilla de un río cuando un transeúnte que pasó por allí, al ver la parte posterior de su cuello desnudo, no pudo resistir la tentación de darle un sonoro golpe. Y quedó encantado del sonido que su golpe había producido en el cuello del Derviche, pero éste se dolía del escozor y se levantó para devolverle el golpe. Espera un momento, dijo el agresor. Puedes devolverme el golpe si quieres, pero responde primero a la pregunta que quiero hacerte: ¿Qué es lo que ha producido el ruido: mi mano o tu cuello? Y replicó el Derviche: Respóndete tú mismo. A mí, el dolor no me permite teorizar. Tú puedes hacerlo porque no sientes lo mismo que yo. A lo anterior, añadió el Maestro: cuando se experimenta lo divino, se reducen considerablemente las ganas de teorizar.

    La mística cura el alma y la ayuda a encontrar su luz. Nos curamos cuando descubrimos la luz qué hay dentro de nosotros que, en última instancia, es Dios mismo revelándose y manifestándose como el fundamento último de nuestra existencia. Cuando Dios habita en el alma, esta anda en amor y, por donde pasa, su amor abraza todas las cosas. Nosotros somos la luz del alma y la luz del alma es nuestra vida sanada, reconciliada, curada e integrada.

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